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3 de marzo de 2013

Amor de obras, no de palabras




Se acercaba el momento de poner rumbo a Cottolengo, de salir de la rutina y sumergirse en una nueva experiencia. Los nervios y el miedo de no saber cómo iba a enfrentarme a lo que allí me iba a encontrar empezaban a surgir, acompañados, también, de ganas de emprender este viaje. Viaje, que sin lugar a dudas, ha dejado huella.

Tras un camino de presentaciones, curvas y risas, llegamos a nuestro destino. Destino que se convertiría en pocos minutos, gracias al cariño recibido de la gente de allí, en nuestra casa. Desde un primer momento te das cuenta que el Cottolengo es una familia. Una familia donde a pesar de las limitaciones y la enfermedad de cada uno se ponen todos al servicio del otro, sin dejar en ningún momento de lado la alegría. Son todo un ejemplo; personas enfermas, pero sin dejar de ser felices que nos enseñan a valorar lo que tenemos y que nos muestran que por encima del tener o el poder está el ser.

Con el sol iluminando poco a poco las montañas del valle según iba amaneciendo, empezábamos el sábado. El temor que surgió momentos antes de montarme en el coche el día anterior, volvía a aparecer. Temor a no saber qué hacer, a cómo actuar, a saber estar a la altura de las circunstancias… Pero gracias a mis compañeros, a las hermanas y a los propios enfermos desapareció ese miedo y volvió a aparecer la alegría y la ilusión de poder poner un granito de arena en esa casa.  Es fácil sentirse cómoda en una casa donde lo que reina es la alegría y la disponibilidad de la gente por ayudarte y verte bien. Por la tarde, sintiéndome una más de la gran familia, disfrutamos de “la Oca de Cottolengo” y tuve la oportunidad de escuchar historias apasionantes de la vida de algunos internos. Momentos que no tienen precio, porque conociéndote de pocas horas ponen en ti toda su confianza y se abren a ti para que tú llegues a ellos, les escuches y les des cariño.
Ha sido un fin de semana intenso, lleno de alegrías, sonrisas, besos, historias, emociones, canciones, abrazos, lágrimas, risas… Un fin de semana lleno de “amor de obras y no de palabras”. Un fin de semana de agradecimiento. 

Han sido unos días en los que he admirado la fe de las monjas que están allí día tras día, al lado de los enfermos, dándoles cariño, atendiéndoles, sin pedir nada a cambio, viviendo de lo que a otros les sobra o no quieren. He admirado a todos los voluntarios que pasan por allí dando lo mejor de ellos. Y, por supuesto, admiración a todos y cada uno de los que allí se encuentran, que aceptan su enfermedad y que ponen por delante de ellos a toda la gente que quieren.

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Sonrisas