Hace tiempo
leí que con 50 años habremos conocido a lo largo de nuestra vida a unas 20.000 personas. Haciendo una regla de tres, obtuve que un joven
de 18 años habría conocido aproximadamente a 6800 personas. Pongamos que
la mitad de esas personas, es decir, 3400 son hombre y la otra mitad mujeres. Y
supongamos que de esos 3400, solo 1/3 están dentro del margen de edad en el que
se incluyen todas las personas con las que podríamos tener una relación. Es
decir, descartamos 2/3, donde se encontrarían aquellas personas de las que
nunca podríamos enamorarnos: familiares cercanos, ancianos, niños pequeños… Nos
queda el siguiente número: 1133,333… Pero redondeando pongamos unas 1000. De
todas esas personas, nos enamoramos de una sola. Estamos hablando de una milésima
parte; 0,001. Y a su vez, esa persona se enamorará de una sola entre 1000. De esta manera, la
probabilidad de que la persona de la que uno se enamora sea precisamente la
persona que se enamora de uno, es según las matemáticas (1/1000)x(1/1000), lo
que es igual a una probabilidad entre un millón, 1/1.000.000. Así que, si se diera esa improbable
situación de poder estar con la persona que realmente quieres, si el destino
ignorase 999,999 opciones y convirtiera esa única probabilidad que había entre
un millón, en un hecho, en una realidad,
¿qué sentido tendría no aprovecharla? ¿Qué más da lo que
venga luego? ¿Qué importa lo complicadas que sean las circunstancias?
Si lo más
difícil, lo que tenía una sola probabilidad entre un millón de ocurrir, ya ha
ocurrido.