Los griegos contaban en sus mitos que el amor era hijo de Poros, Dios
de la abundancia, y de Penia, Diosa de la Penuria. Lo entendían como la unión
del deseo de dar lo mejor de uno mismo con la necesidad de recibir lo mejor del
otro. Y es en esta dualidad tan real y asimétrica donde nace y crece el amor.
No hay vida sin amor. Todos necesitamos dar y recibir amor, y es que
mucho del sentido de vivir depende de ello. Sin embargo, amar no es fácil,
todos los sabemos y experimentamos. Amar nos iguala, pues nos lleva a abrirnos,
a compartir nuestro ser profundo, a ser vulnerable; en definitiva, amar nos
hace frágiles. Por eso da miedo, por eso se está mejor dentro de las murallas,
por eso las relaciones interpersonales son
la prueba más difícil del camino. Y es que, al igual que no hay vida sin amor,
no hay amor sin heridas. Quien esté esperando un amor perfecto, un amor sin
fisuras, jamás se decidirá a amar de verdad. Y a pesar de esta auténtica
indefensión que supone amar, existe en nosotros una inevitable necesidad de
vincular y entrelazar nuestra vida con la de otros. Sin esta motivación,
moriríamos. Para vivir, para poder poner en marcha nuestro motor con cada
amanecer precisamos sentir que nuestra vida está habitada, que hay personas que
quieren compartir su tiempo, su historia, su intimidad con nosotros. Es algo
inherente al alma humana.
Pero si bien nuestras primeras experiencias de amor surgen de la
carencia, a medida que crecemos se nos va llamando a un amor más maduro. Este
tipo de amor nos libera de la prisión del egocentrismo. Se nos llama a salir de
nosotros mismos, a cambiar el enfoque, a mirar más allá, y de este modo
convertir la indefensión en seguridad y
el miedo en confianza. Al salir de ti mismo, dejas de buscarte en el otro. Comienzas
a mirar al otro según es, y no según quieres que sea. Este tipo de amor es el
que te permite ver más allá, es el que es capaz de convertir los espejos en
ventanas. Unas ventanas que te sumergen en el mundo; unas ventanas que abren
las murallas de tu castillo. Cuando dejas atrás los espejos tus relaciones
cambian, se marca un antes y un después, se vuelven más fructíferas y resurgen
fortalecidas. Cuando miras no estás tú, sino el otro. Y eso se nota.
Sin embargo, este amor maduro no es el único. Existen muchas maneras
de dar y recibir amor, y todas ellas están
condicionadas por nuestra historia emocional. Pero, ¿en qué medida nos
paramos a reflexionar sobre ello? ¿Te has preguntado cuál es tu forma de dar amor?
¿Y de recibirlo? Nos preocupamos siempre por el modo en que nos aman, pero y tú
¿cómo amas?
Es muy difícil comprender la lógica del amor. Pero debemos ser
conscientes que poco a poco esta necesidad primaria de amar que reside en cada
uno de nosotros, esta necesidad de vincular nuestra vida a la de otros y de que
otros vinculen la suya a la nuestra, irá creando y desarrollando en nuestro
interior diferentes formas de amar. Irán surgiendo amigos, compañeros de
camino, desencuentros y desengaños, lazos familiares, experiencias de
enamoramiento, vivencias de Dios,… Y entre unos y otros se nos irá pasando la
vida, intentando comprender algo que nos trasciende.
Alejandro
Junco
Se me ha puesto la piel de gallina al leer tu entrada con Everytime we touch de Ellie Goulding de fondo :$. Preciosa :3.
ResponderEliminarMuchos besos desde lecturasilenciosas.blogspot.com