Nadie dijo que fuera fácil, sólo que
merecía la pena.
Y de repente ahí
estás, a los pies de una cama donde hay dolor, delante de un enfermo que sufre
en silencio por no querer “molestar” a los demás, al lado del hijo que se
esfuerza por sacar una sonrisa a su padre moribundo o de la madre que no pierde
la esperanza por querer lo mejor para su hija. Y simplemente por estar vestida
de blanco depositan en ti toda su confianza, se abren a ti y te sonríen vayas a
hacerle una cosa u otra, sin protestar, poniendo su vida entera delante tuya.
Entre cuatro paredes verdes, con el dolor y sufrimiento como
compañeros de viaje se alegran por una visita inesperada, sonríen para
tranquilizar al familiar, te mira el que nada puede decir para agradecerte el
que simplemente le llames por su nombre o el que le dediques algo de tiempo, el
marido que le da la mano a su mujer para transmitirle serenidad o el nieto que
lleva su peluche preferido a su abuelo para que no se sienta solo por la noche…
Nunca pensé que pudiera haber tanta alegría y tanto amor en
un hospital. Agradecida. Sin dejar de aprender a acompañar a una persona que
sufre. Teniendo como ejemplo de valentía, superación y de demostración de amor
a los que les rodean, a todos los que luchan contra la enfermedad. Y sabiendo
que no se debe perder de vista el sentido que te
impulsa.
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Sonrisas