Se acercaba el momento de poner rumbo a
Cottolengo, de salir de la rutina y sumergirse en una nueva experiencia. Los
nervios y el miedo de no saber cómo iba a enfrentarme a lo que allí me iba a
encontrar empezaban a surgir, acompañados, también, de ganas de emprender este
viaje. Viaje, que sin lugar a dudas, ha dejado huella.
Tras un camino de presentaciones, curvas y
risas, llegamos a nuestro destino. Destino que se convertiría en pocos minutos,
gracias al cariño recibido de la gente de allí, en nuestra casa. Desde un
primer momento te das cuenta que el Cottolengo es una familia. Una familia
donde a pesar de las limitaciones y la enfermedad de cada uno se ponen todos al
servicio del otro, sin dejar en ningún momento de lado la alegría. Son todo un
ejemplo; personas enfermas, pero sin dejar de ser felices que nos enseñan a
valorar lo que tenemos y que nos muestran que por encima del tener o el poder
está el ser.
Con el sol iluminando poco a poco las montañas
del valle según iba amaneciendo, empezábamos el sábado. El temor que surgió
momentos antes de montarme en el coche el día anterior, volvía a aparecer.
Temor a no saber qué hacer, a cómo actuar, a saber estar a la altura de las
circunstancias… Pero gracias a mis compañeros, a las hermanas y a los propios
enfermos desapareció ese miedo y volvió a aparecer la alegría y la ilusión de
poder poner un granito de arena en esa casa. Es fácil sentirse cómoda en una casa donde lo
que reina es la alegría y la disponibilidad de la gente por ayudarte y verte
bien. Por la tarde, sintiéndome una más de la gran familia, disfrutamos de “la
Oca de Cottolengo” y tuve la oportunidad de escuchar historias apasionantes de
la vida de algunos internos. Momentos que no tienen precio, porque conociéndote
de pocas horas ponen en ti toda su confianza y se abren a ti para que tú
llegues a ellos, les escuches y les des cariño.
Ha sido un fin de semana intenso, lleno de
alegrías, sonrisas, besos, historias, emociones, canciones, abrazos, lágrimas,
risas… Un fin de semana lleno de “amor de obras y no de palabras”. Un fin de
semana de agradecimiento.
Han sido unos días en los que he admirado la fe
de las monjas que están allí día tras día, al lado de los enfermos, dándoles
cariño, atendiéndoles, sin pedir nada a cambio, viviendo de lo que a otros les
sobra o no quieren. He admirado a todos los voluntarios que pasan por allí
dando lo mejor de ellos. Y, por supuesto, admiración a todos y cada uno de los
que allí se encuentran, que aceptan su enfermedad y que
ponen por delante de ellos a toda la gente que quieren.
Me parece muy bonito lo que hacen:)
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